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MUCHO DADÁ

Solo y Enamorado

XII

Brisa fresca en su cara. Brisa que entra por el balcón que está abierto de par a par. Brisa fresca como si se hubiera zambullido de lleno en una piscina de nubes. Él no quiere abrir aun los ojos y se queda escuchando los ruidos provenientes de la calle. Unos pocos coches, el ruido de una gran ciudad como ya era de aquella París, ese ruido grave, y que, sobre todo por la noche, no molesta, mezcla de todo el resto de ruidos, que oscila, va y viene y que siempre le ha recordado a las noches pasadas cuando era pequeño, en la casa de sus padres, frente al mar. Únicamente alguna bocina, y un niño vendedor de periódicos que grita todo el rato “¡Gandhi calienta la india con su marcha de la sal y Marlene Dietrich Alemania con sus curvas!”, le recuerdan que si mirara por al ventana no vería una playa y un horizonte infinito, que los ruidos que escucha en la habitación no son los de su madre que viene a despertarlo con beso.
¿Cuánto ha dormido? Supone que poco, tiene que seguir siendo muy de mañana. La misma mañana de hace unas horas, cuando estuvo en esa cafetería y se le descontrolaron los pensamientos. Aunque quizás hubiera sido todo un mal sueño. En fin, fue feo y seguro que ahora todo es bello. Hora de abrir los ojos.
Se queda deslumbrado. Por la luz que entra a raudales y por la mujer que lo mira sonriente. Quizás este muerto y esto sea el cielo, se dice a si mismo para inmediatamente rechazar tan manido tópico. Quizás no haya muerto y esto sea el cielo. Se le acerca la mujer y le da un beso que sabe a fruta fresca. Quizás haya estado muerto hasta este momento y esto es el cielo que esperaba, donde las mujeres a las que uno ama siempre saben a fruta fresca. Ella se acomoda, sentada a su lado, y sigue mirando, sonriente, su lento despertar. Él, a su vez, la mira a ella, a través de las rendijas que aun son sus ojos. Un vestido blanco, liso, que brilla con la luz de tal manera que le hacen pensar si no será ella la que lo ilumina todo. Sus ojos, tan grandes y negros, que también relucen y sonríen como si supieran algo que nadie más sabe. Su boca, que tantas veces a besado y espera seguir besando. Todo es luz y sonrisa en ella. Sí, es el cielo y me he salvado.
-Despierta, precioso, parece increíble lo que te cuesta despertar. Tenemos muchas cosas que hacer y mucho que querernos-dice ella, pletórica, casi sin mover la boca, como si se lo dijera con la mente.
Él sonríe. No dice nada. Sigue mirándola Claro que quiere quererla. No quiere hacer otra cosa. No soportaría quererla menos ni un solo segundo.
-Veenga, perezoso, que ya es muy tarde - y lo abraza, se tira encima suyo, entre risas, le hace cosquillas- Arriba, dormilón, no hemos venido hasta aquí para dormir
Ella huele a la colonia de naranja que él le regaló en su primera cita. A él le apetece morderla. Cierra los ojos, feliz, mientras ella lo abraza. Ella se incorpora.
-¡Venga! ¡ya está bien! ¿No quieres levantarte y venir a desayunar conmigo? ¿O es que ya te has arrepentido de casarte conmigo y prefieres dormir toda la vida, hasta que seas muy viejito para que no te dé la paliza?- Pone cara de dolida mientras dice esto, como una niña pequeña que dice algo para que le digan lo contrario.
Sí, es verdad, se ha casado con ella. Aun no se ha acostumbrado a ser marido de nadie. . No se ha hecho a la idea de que él pueda merecerse algo tan bueno. Siempre había pensado que las mujeres como ella eran para los otros, para los ángeles.
-Por supuesto que no me he arrepentido, de hecho es la única cosa que he hecho en mi vida, el resto han sido tonterías. Solo esto cuenta, Contigo empiezo a vivir- se sorprende a si mismo diciendo estas palabras, pero no por las palabras en sí, tan en su línea de poeta aficionado, sino por el tono, agrio y dolido, cuando quería ser jocoso y enamorado. Ella no parece darle importancia y se vuelve a tirar encima de él.
-¡Lo sabía! ¡Incluso con el mal humor que tienes por las mañanas me quieres!
Sí, claro que la quiere. Más que a si mismo, lo cual no es mucho. Más que al resto del mundo, lo cual no es mucho Más que a la vida, lo cual no es mucho. Más que al universo, lo cual no es mucho. Más que a Dios, lo cual no es mucho.

X y XI

X

-Habrá que tomarse un café-dijo mi padre, sonriente-es una de las cosas que se supone hay que hacer en Paris. Tomarse un café en una terracita bohemia. ¿No?
-Si, se supone, pero sería mejor si te gustara mínimamente la literatura y la bohemia.-añadió mi madre secamente-Además detestas el café
-Seguro que en una de esas terrazas si me gusta

Mi padre estaba intentando pasarlo bien, animar a mi madre un poco. Acababan de llegar a Paris, era de noche. Después de darse una ducha en el hotel no sabían por donde empezar, o, al menos, eso creía mi padre. Mi madre tenía planes que no pensaba contarle, planes únicamente para ella.

-Bueno, si tanta ilusión te hace tomarte un estúpido café vayamos cuanto antes..., ya es tarde- dijo mi madre con voz amarga e inmediatamente, dándose cuente de lo brusca y maleducada que había sido, cambió el tono- Perdóname, cariño, no sé qué me pasa, estoy de mal humor. No sé si habrá sido buena idea hacer este viaje.

-Yo creo que si ha sido buena idea. Y es normal que estés de mal humor y preocupada. Pero para eso hemos hecho este viaje, para relajarnos y desconectar...

Mi padre estaba de pie, enfrente de la cama de la habitación, vestido únicamente con un albornoz, descalzo, el pelo mojado. Mi madre estaba tumbada, también en albornoz, en una postura muy relajada, como si fuera una marioneta y la hubieran tirado de cualquier manera. Las piernas casi al descubierto, un pecho al aire. Se quedaron en silencio. De pronto mi padre sonrió, con cara de niño travieso y se sentó a su lado. Se inclinó suavemente y lamió el pecho. Alargó la mano y se la metió en la entrepierna.
- No, para, no me apetece lo más mínimo, no hemos venido aquí para hacer estas cosas. No hay tiempo que perder- dijo mi madre, apartándole la mano y tapándose el pecho- Vamos a tomar un café, por Dios, me estoy muriendo de sueño.
Mi padre no contestó, suspiró y se tumbó en la cama. Encendió un cigarro y se lo fumo mientras contemplaba como mi madre se preparaba para salir. Casi mejor no entender qué le pasa, mejor dejarla a ella, pensó para si mismo.
Ella se vistió, se puso un vestido negro, todo el rato muy pensativa, en total silencio los dos. Mi padre seguía tumbado, contemplándola. Ella se puso delante del espejo a maquillarse. Algo pasó. Los ojos de mi madre miraron los de mi padre en el espejo, paró de maquillarse. Se le acercó y lo abrazó llorando. Perdóname, eres tan bueno, te quiero tanto, no sé que habría sido de mí sin ti. Entre lágrimas. Tranquila, preciosa, ya verás como un día e estos te levantas por la mañana de la cama y te darás cuenta que ya pasó todo, siempre es así. Mientras la acaricia en la cabeza. Cuando ella paró de llorar tenía la línea de los ojos corrida por las lágrimas. Lágrimas negras, dijo mi padre sonriendo, mientras observaba como mi madre se limpiaba con el antebrazo los surcos oscuros que le habían quedado en los mofletes. Tienes el corazón tan ardiente que sueltas carbón por las lacrimales.

XI

Ahora me doy cuenta. La paz que se respira en este pueblo, el viento moviendo las hojas de los árboles, en frente de mi ventana, el olor de la hierba seca tan típico en estas fechas en las que se siegan los prados, todo esto, me hacía sospechar que quizás había perdón para mi, que había aprendido la lección. Pero no, aun no me he perdonado, aun no me merezco respirar tranquilo, disfrutar estos olores, estos amaneceres. Sigo desconectado. Mi alma se regocija con esta calma, cierto, pero se regocija porque, en el fondo, piensa que solo ella es capaz de disfrutar estas maravillas. No comparto mi dicha, no comunico, no conecto, me creo selecto, si llueve es para que yo esté triste y reflexione sobre la muerte, si hay tormenta es para hacerme sentir pequeño, si nieva es para convertir mi vida en jaiku. Sigo siendo el rey y lloro por los mismos errores, brindo con sensaciones extrañas. Sigo siendo el tuerto que cree que los demás son ciegos. Y eso se tiene que acabar, tengo que permeabilizarme, dejar que las cosas entren y salgan sin poner yo resistencia ni facilitar nada, fluir, nada más. Ser, aceptar que simplemente soy una pequeña conciencia no mejor ni peor que la de esta abeja que zumba ahora en mi habitación.
Recordar, anotar, tirar lastre. Dejar de tenerme miedo en los espejos.
No veo por qué que los santos tienen que necesariamente tener razón.

VIII

VIII

Un caballo de cuerpo pequeño y gran cabeza. Pero la cabeza no es una cabeza normal; es una calavera de caballo. Corriendo desesperado. Encima suyo, cabalgándolo, una rana gigantesca con rabo de demonio y uñas afiladas. Por supuesto es un dibujo, no sé si hecho por mi abuelo, a plumilla, en blanco y negro. Es, junto con la primera, una de las postales que más me inquieta. Supongo que mi abuelo estaba pasando una época emocionalmente turbulenta.
El mensaje que hay escrito en la postal da alguna pista más. Es quizás el más largo de todos los que escribió a lo largo de 50 años. “¿Dónde se han ido esos verdes valles que no recuerdo? ¿Dónde las ganas de comer? ¿Los árboles a los que subir? ¿Tu pequeño corazón latiendo dentro de un castaño? La lluvia, amor mío, ya no me moja, llevo demasiado tiempo cubierto de aceite y el agua resbala por mi piel.”.
Desde que mi abuelo desapareció hasta esta postal pasaron dos años. Un año sin noticias y dos postales en cinco meses. Un silencio prolongado que confirmaba su muerte y dos mensajes que los vuelven a la vida. No me cuesta mucho verle el sentido ha esta postal, entender cómo se sentía mi abuelo. Sin duda estaba dudando, sin duda tenía miedo, sin duda echaba de menos a su esposa, su tierra, el no estar solo, a veces pensaba que había cometido un error, comprendía que cabalgaba, a lomos de un caballo desbocado, un caballo llamado muerte, hacia la locura.
Esos verdes valles se alejaban de él. Le faltaba el apetito. Recordaba, siendo pequeño, las horas infinitas jugando en los árboles, esa atracción de la escalada que estos ejercen en los niños. No me cuesta imaginarme que cuando mis abuelos se conocieron se besaron, furtivamente, detrás de los grandes castaños, de vuelta de la romería, de noche, por los caminos a oscuras. Ese primer beso. El latido acelerado del corazón de mi abuela. El olor a hierba fresca mojada por el orballo persistente. La lluvia que no sentían ya cerca del pueblo, monte abajo, cogidos de la mano, pero que los mojaba.
Esa lluvia, esas sensaciones, esos olores, amores, que ya nunca más empaparían a mi abuelo, por haber estado tanto tiempo remojándose en literatura, sueños, pintura, buscando la belleza. Y privándose por ello, para siempre, de la única belleza que había conocido. Y ahora ya era tarde, se había hecho impermeable.
Me gusta esta postal. Me advierte esta postal de que no me deje nunca insensibilizar por las cosas bellas y sofisticadas. Que para escribir no tengo que rechazar lo que me rodea, que el arte no es una huida, que no es un arma contra el mundo, una casa confortable, sino todo lo contrario, que el arte es un adentrarse más aun , más a fondo, empaparse de todo, hasta que duela, porque la belleza no está por encima de las cosas, sino dentro de ellas, en el núcleo, el pequeño corazón que late dentro de todos los objetos, incluso dentro de un castaño.

VI y VII

VI

Mi padre creía que mi madre se estaba volviendo loca. Mi madre estaba a punto de empezar a creerlo también. Lo que mi padre creía era un viaje impulsivo para desconectar de tantas penas, a París igual que podría haber sido a Lisboa, empezó, ya desde el primer momento, a parecerle extraño. Mi madre lloraba a todas horas y a mi padre le parecía normal, no era eso, es común que la gente llore mucho cuando se le muere un ser querido. Era la obsesión que tenía por hablar del padre que no conoció, de hablar de la vida tan dura que habían tenido mi abuela y ella por su culpa, de que no pudo estudiar porque tenía que empezar a trabajar cuanto antes y en cuanto cumplió 10 años la pusieron de sirvienta en una casa, de mi abuela todo el día de rodillas, limpiando suelos, de que tubo que compartir la leche de su madre con la de otros bebés ricos, con madres de tetas secas y poco tiempo, a cambio de un poco de dinero, de las noches solitarias en las casa donde servía, en esas habitaciones minúsculas en el desván, con ese papel de las paredes, dios, ese papel que era siempre el mismo, un papel de florerillas, muy pequeñas y tristes, florecillas secas al lado de un nicho, en un cementerio, que ella odiaba, esas camas con colchones de trapos, llenos de bultos, cabeceros de metal, generalmente oxidados, la mesita de noche en la que ella guardaba una foto de su madre y de su padre juntos, la única foto que tenían, tomada en un parque, los dos jóvenes, besándose, sonriendo ante el seguro futuro que tenían por delante, antes de que él se fuera, antes de que las dejara tiradas, una foto en al que se besaban y que ella besaba y contemplaba todas la noches antes de dormirse soñando con el qué habría pasado si el mundo no fuera tan cruel, soñando que era una niña que jugaba, que estudiaba, que vestía ropas lindas, que su padre le contaba cuentos en la cama. Le hablaba también de su madre, siempre de buen humor la pobre, siempre sonriente la muy buenaza, siempre alegre, de rodillas pero feliz, de lo poco que la veía, únicamente cuando le dejaban un día libre en la casa donde servía y se iban juntas a pasear, alguna vez, las menos, al cine a ver películas de piratas, y de los pasteles tan ricos, deliciosos, ya no se encuentran ahora, que comían juntas, de lo mala que es la gente, de que en el pueblo comentaban que había matado a su marido y enterrado en el huerto, o que lo había echado de casa, que era extraño que él hubiera muerto en la guerra y que ella no vistiera de luto, siempre tan colorida en sus pobres ropas, en fin, mil habladurías malvadas. Le hablaba y no callaba, le hablaba a mi padre de cosas de las que nunca antes le había hablado, le contaba historias que hasta ese momento se había guardado para ella, como si algo hubiera reventado, como si hubiera saltado el tapón, como si se estuviera confesando, soltando lastre, como suponía que hablaba un condenado a muerte el día antes de su ejecución. Y esto le preocupaba.
Y una vez llegaran a París ningún interés por ver nada, ningún plan, ninguna ruta turística, ninguna guía, únicamente un plano demasiado grande, demasiado amplio, en el que salía hasta la barrida más pobre y carente de importancia para los turistas, y que ella ,cuando no hablaba, observaba con maniático precisión, como si estuviera viendo algo que hacía años que no veía, sobre todo una parte del mapa, al norte de Paris que ella señalaba con el dedo y susurraba cosas que mi padre no podía oír y que luego se negaba a repetir..
Por aquel no estaba al alcance de todos los bolsillos el viajar en avión, y mis padres no eran la excepción, menos aun después de los terribles gastos que habían ocasionado el funeral y toda la parafernalia mortuoria. De tal manera que decidieron ir en autobús. Así que una mañana montaron en un viejo autobús Alsa en Oviedo y llegaron 34 infinitas horas después. Agotados, exhaustos, mi padre de escuchar el monólogo interior de mi madre y mi madre de escuchar todos sus temores, todos sus recuerdos, de frenar sus impulsos, de frenar sus ilusiones.

VII

Una mañana preciosa. Nada más salir del hotel piensa que es una mañana preciosa, mucho más preciosa que cualquier mañana en España. Entra en la cafetería que está en la acera de enfrente. Se pide un café solo, aunque, realmente, a pesar de no haber dormido en toda la noche, no tiene nada de sueño y un croasan, aunque tampoco tiene hambre. Se sienta en una mesa al lado de la gran cristalera desde donde puede observar a todos los peatones. Contempla.
Al camarero que sirve en la terraza de la cafetería, que anda de un modo extraño, sigiloso, de puntillas, complicando aun más el servir entre las mesas con la bandeja en equilibrio, con fanático tic de malabarista. A una señora metida dentro de un inmenso abrigo de visón, a pesar de que la temperatura es primaveral, y que tiene atados a la pata de la mesa a dos perritos. Dos perritos que esperan pacientemente a que su dueña acabe de perder el tiempo, tumbados en el suelo con los ojos entrecerrados. A una niña con un globo y que parece no saber que hacer con él, o darse cuenta de lo estúpido de ese juguete y que, una vez pasada la magia del primer momento, mira al cielo mientras lo sujeta preguntándose seguramente que si lo soltara a dónde iría. A un vagabundo que tiene escrito en un cartel “no quiero su dinero, denme sus cerraduras”, un vagabundo joven que lee un libro sentado en el suelo, indiferente a la gente que pasa. A una paloma empeñada en romperse el cuello o en que la pisen o en que la atropellen, en una búsqueda desesperada de migas que solo ella puede ver. Un gran coche negro que en vez de motor parece tener una bomba por el ruido que hace, tac, tac, tac, y por la velocidad a la que pasa, como si quisiera alejarse de las calles para explotar en paz, y que lleva delante, a los dos lados, unas banderillas que ondean orgullosas, rojas, con un aspa negra en medio. Por alguna razón, le resultan familiares, como si las hubiera visto en algún sueño, Y mil cosas más que le hacen arrepentirse de no haber sacado la libreta donde escribe.
El sol asoma, ya definitivamente, impetuoso, por encima de los edificios. Un rayo le da directamente en la cara, un golpe de luz al que él responde sonriendo y saludando amablemente. Estrechándole la mano.
Piensa en su mujer, que duerme en el hotel. Le parece escuchar su respiración pausada, oler el aroma de una habitación cerrada donde se ha hecho el amor toda la noche. Ve su vestido colgado de la percha del armario, frágil e indefenso, sus zapatos de charol a los pies de la cama, con los calcetines blancos, como de bebé, dentro. Es una flor, piensa, es la más frágil de las flores. Pero su sonrisa se congela cuando recuerda que de pequeño, cuando caminaba solitario por su pueblo, rompía todas las flores que encontraba a golpes, con un palo. Y tiene miedo de hacerle daño. Se imagina el futuro y ve rosales rotos a palazos, pétalos pisados, ortigas creciendo entre las margaritas, un invierno que nunca acaba. Está a punto de gritar, pero se contiene. Se levanta mareado, siente vértigo, y se dirige al baño donde se refresca la cara con agua. Son tonterías, estupideces, debe ser que estoy más cansado de lo que creía, tengo que irme a dormir cuanto antes, se dice, para calmarse, delante del espejo.
Sale de la cafetería a grandes zancadas, casi corriendo, deseando llegar cuanto antes junto a su amada. Cuando llega ella aun está durmiendo. Se desviste a oscuras y se acuesta. Le da un beso en la mejilla.
La habitación está tan oscura que ni él mismo se da cuenta de que no puede dormir porque tiene los ojos abiertos.

IV y V

IV
La primera de las postales es una fotografía convertida en postal. La sitúo cronológicamente la primera porque podría perfectamente situarla la última, ya que es la única de las postales que no tiene fecha. En un principio la tendría, como todas, en el matasellos, pero a esta se le ha borrado con el tiempo. Quizás porque mi abuela la leyó mil veces, quizás porque fue la primera que recibió cuando ya daba por perdido a su marido, cuando esperaba no tener nunca más noticias de él y de tanto analizarla el roce de su dedo borró la parte superior derecha, aunque a mi me gusta pensar que se borró de tantas lágrimas de alegría que vertió mi abuela contemplándola. En fin, quién sabe.
Es una foto de familia, de una familia que no conozco. Pero es una foto defectuosa, sobreexpuesta. En blanco y negro. En ella se ve a una familia sentada alrededor de una gran mesa de comedor. No se trata de una familia numerosa como cabría pensar sería en esa época. Solo tiene, o solo salen, seis personas. En medio la gran mesa, debido a la sobre exposición, o por culpa de la blancura del mantel que la cubre que potencia el efecto del flash, solo se ve una gran mancha blanca que se extiende por el lado derecho hasta cubrir el cuerpo y la cara de lo que supongo es una niña, que queda de este modo convertida en una mancha blanca con perfil y pelo de niña, o de adulto enano. A la izquierda una señora gorda, sonriendo, y el que supongo será su marido, también sonriendo. En el centro una pareja de ancianos con aspecto de ser los abuelos y los dueños de la casa donde están, también estos sonriendo. A la derecha una señora de unos sesenta años, con el pelo blanco y que, extrañamente no sonríe, sino que reprocha, una cara que me mira desde el pasado y me odia por estar vivo. Al lado de esta señora, la niña fantasma, una mancha blanca con la larga cabellera recogida en un precioso lazo, un fantasma coqueto. Detrás de todos ellos dos puertas, una cerrada a la izquierda y una abierta a la derecha en la que se ve parte de una cocina, con un cazo al fuego e iluminada por la luz que entra por una ventana que no llegamos a ver y que nos recuerda que esa gente fue real, que esa gente existió, que a esa gente les dio el mismo sol que nos da a nosotros.
La ventana que no veo, la señora que me odia por estar vivo y la niña que está muerta. Esa niña que tengo la seguridad de que no llegó a ser adulta, de que una tuberculosis la marcó desde pequeña y la encerró en un sanatorio hasta que murió, como si esta foto fuera un mal augurio, una premonición blanca de los días blancos de sanatorio con sábanas blancas y paredes blancas que le esperaban.
La época no se sabe, es una foto en blanco y negro, pero supongo, por las ropas y peinados que llevan, que es una foto de principios de siglo.
El mensaje que mi abuelo escribió con letra histérica, con prisas, en el dorso, es tan extraño e inquietante como la foto: “alguien nos ha engañado, y os damos cuenta, y sonreímos, en ese justo instante, cuando la muerte pierde el respeto y nos tutea descarada”. La firma y nada más. Ni un te quiero, ni un perdón, ni una explicación.
¿Por qué esta foto de muerte? ¿Por qué esa frase de muerte? ¿Por qué eligió hablar de muerte para decirle a la mujer que amaba que seguía vivo? No lo sé ni nunca lo sabré, pero como veréis en sucesivas postales, más o menos todas siguen esta línea. Ninguna deja ver qué estaba haciendo o dónde estaba. Dejan ver, como esta, mucho más, su alma. Como si intentara resumir en un espacio mínimo su estado espiritual, como si hablara con su esposa un leguaje que únicamente ellos entendían, el lenguaje que tendrían que hablar entre si los enamorados para no estropear con minucias el mundo que han conquistado. Un leguaje mínimo y apretado, conciso, palabras que se ahogan e intentan expresar lo más intimo de su ser, un lenguaje enjaulado, que es jaula él mismo.
Personalmente no creo que la foto tenga nada que ver con mi abuelo, no creo que sea su familia, la parte amputada de mi familia, no creo que esos ancianos sean mis bisabuelos, como cabría pensar, no creo. Estoy seguro de que ni él mismo sabía quienes eran esas personas, seguramente la encontró tirada, o en el estudio de un amigo fotógrafo que la había desechado por la sobre exposición, y se dejó seducir por lo mismo que me seduce a mi, por lo mismo que seguramente sedujo a mi abuela, por ese olor a muerte, o, lo que es lo mismo, a recuerdos que nadie recuerda.

V
Oigo ladrar a los perros. Siempre es lo mismo. Primero empieza uno y luego le responden, uno a uno, todos los del pueblo hasta acabar discutiendo entre ellos. Parecen locos. No puedo evitar inquietarme en noches como estas. Noches que son nuevas para mí, un viejo tendero que hace 25 años que no ve las estrellas. Noches del luna llena en este pueblo de Galicia desde el que escribo, al que he venido a escribir todo lo que no he escrito y, de paso, para cumplir el sueño de vejez de mi esposa, que nació y vivió en este pueblo hasta que se casó conmigo y se vino conmigo a Madrid.
Es gracioso que me inquiete esta calma. Paro de escribir un segundo porque algo me llama. Me quedo en silencio y escucho atento. Por la ventana abierta llega un ligero sonido, me asusta, un ruido que no escuchaba desde que era joven, un ligero sonido que se va acercando hasta llegar a mí convertido en trueno, un ruido que es la ausencia de ruido, el silencio total, tanto de mi entorno como de mi cerebro. Explota.
Sonrío un poco nervioso, un sapo en el jardín rompe el momento. El tiempo se ha parado, durante este instante el reloj de la vida ha dejado de funcionar, el mundo se ha frenado en seco sobre su eje. Siento que todo este esfuerzo está mereciendo la pena.
Enciendo un cigarrillo y vuelvo a coger la postal de mi abuelo. Intento imaginarme qué sintió cuando escribió eso, cuando vio esa foto, cuando mandó, por fin, después de mucho tiempo, un mensaje de naufrago a su esposa que lo esperaba en tierra firme para decirle que nunca saldría de esa isla a la que el destino lo había llevado, que nunca regresaría al mundo de lo real.
Me digo que todo lo que imagine es real, que todo es real, que mi abuelo, al privarme de su presencia, me dio el más infinito de los recuerdos, un río caudaloso de recuerdos y de vidas que empieza en estas postales y desemboca en mi mente. Mi abuelo fue a la guerra...pues mi abuelo estuvo en todas las guerras que ha habido y estará en todas las que haya en el futuro, y siempre ganará....mi abuelo es muy rico...pues el mío era rey de un país de África y tenía cien mujeres para él, y a todas las decapitaba, mi abuelo violó a Gezzabel... mi abuelo era muy bueno y me quería mucho...pues mi abuelo era muy bueno y muy malo, como la realidad, y me quería mucho, tanto que se negó a morir, y lo tengo aquí a mi lado, susurrándome poemas al oído.
Acabo el cigarrillo y miro el resto de postales. Las extiendo una a una en la gran mesa de madera donde escribo, las intento encajar entre si, como un puzzle, quizás eso solucione el misterio, pero no encajan, no es tan simple, no es tan estúpido, me decepcionaría si así fuera. Mis ojos saltan de una a otra, desde las primeras, en blanco y negro, hasta las últimas, en color. De vez en cuando alguna me pica como una pulga y la cojo, y la aplasto con el dedo. De la primera a la última, un viaje de cincuenta años en diez segundos, de un vistazo, diez segundos para mis ojos, un universo para mi mente. De la primera, una decisión, a la última, un continuará, después, nada más. Dentro de cien años todos muertos.

IV y V

IV
La primera de las postales es una fotografía convertida en postal. La sitúo cronológicamente la primera porque podría perfectamente situarla la última, ya que es la única de las postales que no tiene fecha. En un principio la tendría, como todas, en el matasellos, pero a esta se le ha borrado con el tiempo. Quizás porque mi abuela la leyó mil veces, quizás porque fue la primera que recibió cuando ya daba por perdido a su marido, cuando esperaba no tener nunca más noticias de él y de tanto analizarla el roce de su dedo borró la parte superior derecha, aunque a mi me gusta pensar que se borró de tantas lágrimas de alegría que vertió mi abuela contemplándola. En fin, quién sabe.
Es una foto de familia, de una familia que no conozco. Pero es una foto defectuosa, sobreexpuesta. En blanco y negro. En ella se ve a una familia sentada alrededor de una gran mesa de comedor. No se trata de una familia numerosa como cabría pensar sería en esa época. Solo tiene, o solo salen, seis personas. En medio la gran mesa, debido a la sobre exposición, o por culpa de la blancura del mantel que la cubre que potencia el efecto del flash, solo se ve una gran mancha blanca que se extiende por el lado derecho hasta cubrir el cuerpo y la cara de lo que supongo es una niña, que queda de este modo convertida en una mancha blanca con perfil y pelo de niña, o de adulto enano. A la izquierda una señora gorda, sonriendo, y el que supongo será su marido, también sonriendo. En el centro una pareja de ancianos con aspecto de ser los abuelos y los dueños de la casa donde están, también estos sonriendo. A la derecha una señora de unos sesenta años, con el pelo blanco y que, extrañamente no sonríe, sino que reprocha, una cara que me mira desde el pasado y me odia por estar vivo. Al lado de esta señora, la niña fantasma, una mancha blanca con la larga cabellera recogida en un precioso lazo, un fantasma coqueto. Detrás de todos ellos dos puertas, una cerrada a la izquierda y una abierta a la derecha en la que se ve parte de una cocina, con un cazo al fuego e iluminada por la luz que entra por una ventana que no llegamos a ver y que nos recuerda que esa gente fue real, que esa gente existió, que a esa gente les dio el mismo sol que nos da a nosotros.
La ventana que no veo, la señora que me odia por estar vivo y la niña que está muerta. Esa niña que tengo la seguridad de que no llegó a ser adulta, de que una tuberculosis la marcó desde pequeña y la encerró en un sanatorio hasta que murió, como si esta foto fuera un mal augurio, una premonición blanca de los días blancos de sanatorio con sábanas blancas y paredes blancas que le esperaban.
La época no se sabe, es una foto en blanco y negro, pero supongo, por las ropas y peinados que llevan, que es una foto de principios de siglo.
El mensaje que mi abuelo escribió con letra histérica, con prisas, en el dorso, es tan extraño e inquietante como la foto: “alguien nos ha engañado, y os damos cuenta, y sonreímos, en ese justo instante, cuando la muerte pierde el respeto y nos tutea descarada”. La firma y nada más. Ni un te quiero, ni un perdón, ni una explicación.
¿Por qué esta foto de muerte? ¿Por qué esa frase de muerte? ¿Por qué eligió hablar de muerte para decirle a la mujer que amaba que seguía vivo? No lo sé ni nunca lo sabré, pero como veréis en sucesivas postales, más o menos todas siguen esta línea. Ninguna deja ver qué estaba haciendo o dónde estaba. Dejan ver, como esta, mucho más, su alma. Como si intentara resumir en un espacio mínimo su estado espiritual, como si hablara con su esposa un leguaje que únicamente ellos entendían, el lenguaje que tendrían que hablar entre si los enamorados para no estropear con minucias el mundo que han conquistado. Un leguaje mínimo y apretado, conciso, palabras que se ahogan e intentan expresar lo más intimo de su ser, un lenguaje enjaulado, que es jaula él mismo.
Personalmente no creo que la foto tenga nada que ver con mi abuelo, no creo que sea su familia, la parte amputada de mi familia, no creo que esos ancianos sean mis bisabuelos, como cabría pensar, no creo. Estoy seguro de que ni él mismo sabía quienes eran esas personas, seguramente la encontró tirada, o en el estudio de un amigo fotógrafo que la había desechado por la sobre exposición, y se dejó seducir por lo mismo que me seduce a mi, por lo mismo que seguramente sedujo a mi abuela, por ese olor a muerte, o, lo que es lo mismo, a recuerdos que nadie recuerda.

V
Oigo ladrar a los perros. Siempre es lo mismo. Primero empieza uno y luego le responden, uno a uno, todos los del pueblo hasta acabar discutiendo entre ellos. Parecen locos. No puedo evitar inquietarme en noches como estas. Noches que son nuevas para mí, un viejo tendero que hace 25 años que no ve las estrellas. Noches del luna llena en este pueblo de Galicia desde el que escribo, al que he venido a escribir todo lo que no he escrito y, de paso, para cumplir el sueño de vejez de mi esposa, que nació y vivió en este pueblo hasta que se casó conmigo y se vino conmigo a Madrid.
Es gracioso que me inquiete esta calma. Paro de escribir un segundo porque algo me llama. Me quedo en silencio y escucho atento. Por la ventana abierta llega un ligero sonido, me asusta, un ruido que no escuchaba desde que era joven, un ligero sonido que se va acercando hasta llegar a mí convertido en trueno, un ruido que es la ausencia de ruido, el silencio total, tanto de mi entorno como de mi cerebro. Explota.
Sonrío un poco nervioso, un sapo en el jardín rompe el momento. El tiempo se ha parado, durante este instante el reloj de la vida ha dejado de funcionar, el mundo se ha frenado en seco sobre su eje. Siento que todo este esfuerzo está mereciendo la pena.
Enciendo un cigarrillo y vuelvo a coger la postal de mi abuelo. Intento imaginarme qué sintió cuando escribió eso, cuando vio esa foto, cuando mandó, por fin, después de mucho tiempo, un mensaje de naufrago a su esposa que lo esperaba en tierra firme para decirle que nunca saldría de esa isla a la que el destino lo había llevado, que nunca regresaría al mundo de lo real.
Me digo que todo lo que imagine es real, que todo es real, que mi abuelo, al privarme de su presencia, me dio el más infinito de los recuerdos, un río caudaloso de recuerdos y de vidas que empieza en estas postales y desemboca en mi mente. Mi abuelo fue a la guerra...pues mi abuelo estuvo en todas las guerras que ha habido y estará en todas las que haya en el futuro, y siempre ganará....mi abuelo es muy rico...pues el mío era rey de un país de África y tenía cien mujeres para él, y a todas las decapitaba, mi abuelo violó a Gezzabel... mi abuelo era muy bueno y me quería mucho...pues mi abuelo era muy bueno y muy malo, como la realidad, y me quería mucho, tanto que se negó a morir, y lo tengo aquí a mi lado, susurrándome poemas al oído.
Acabo el cigarrillo y miro el resto de postales. Las extiendo una a una en la gran mesa de madera donde escribo, las intento encajar entre si, como un puzzle, quizás eso solucione el misterio, pero no encajan, no es tan simple, no es tan estúpido, me decepcionaría si así fuera. Mis ojos saltan de una a otra, desde las primeras, en blanco y negro, hasta las últimas, en color. De vez en cuando alguna me pica como una pulga y la cojo, y la aplasto con el dedo. De la primera a la última, un viaje de cincuenta años en diez segundos, de un vistazo, diez segundos para mis ojos, un universo para mi mente. De la primera, una decisión, a la última, un continuará, después, nada más. Dentro de cien años todos muertos.

Mi no-cumpleaños

Mi no-cumpleaños Querido Tristán:

Hoy es el día de tu cumpleaños y te quiero regalar unas palabras que acaben definitivamente contigo, un insecticida intelectual que te fría el cerebro:

Te sobra cuerpo. Arráncate el hígado y dáselo de comer al gato. Arráncate los ojos y grita “¡¡¡Flipo, Edipo!!!” en el balcón hasta desgarrarte las cuerdas bocales. Córtate 8 dedos de la mano, el resto sobran. Clávate una punta de acero en la frente, con cuidado de no darte un golpe con el martillo, que hace daño. Piensa en cosas simples: lechuga, piedra, pezón. Búscate una actitud clara de una puta vez, el relativismo esta pasado de moda. Di frases como “no entiendo de arte, pero sé lo que me gusta” a la mínima, cambiando “arte” por el tema que convenga. Cómprate “La sombra del viento” y “El código Davinchi” y léelos en el metro marcando la página con una servilleta. Piensa en sexo todo el día y toda la noche, tu misión es mojar en caliente. Mastúrbate excesivamente. Los poetas, raros, raros, raros, menos Darío y Neruda. Piensa que Borges es una marca de nueces.
Descríbete:
Un chico joven. 1.87. Ojos marrones, pelo negro, uñas sucias, barba desgreñada, nariz de dragón u ornitorrinco, Voz grabe, pensamiento grabe, mirada grabe. Tendencia a la juerga, vicioso, muy vicioso. Engreído y ególatra. Neurótico perdido (aunque ahora se dice “Bipolar”, que queda más fino y como con gusto a cultura tecno). Rencoroso y con mala ostia. Amigo de tus amigos y de tus enemigos, enemigo de ti mismo. Bastante pedante y exquisito, detestas el fútbol, la metrosexualidad, los coches, todo lo barato, la demagogia, los anuncios profundos, el “me encanta, cuántas veces he sentido lo mismo” y el “real como la vida misma”. Te crees un dandy, como todos los que ni por asomo se parecen a un dandy.
Ahora se sincero, qué sabes realmente de ti mismo:
Que tienes tendencia a aburrirte de todo. Que todo te cansa. Que tienes miedo a la locura aunque la busques desesperadamente. Que importas a poca gente. Que te miras el ombligo. Que eres miope. Que no puedes dormir.
Qué te dice la gente:
Que eres gracioso. Bestia parda. Que estás loco. Te amo, dada. Que eres atractivo. Que escribes bien. Que eres un creído. Que eres un pedante. Que te rayas demasiado. Que todo te angustia. Que qué bonita americana de terciopelo. Que has ganado este concurso, enhorabuena. Que solo piensas en ti mismo, Que te jodan a ti y a tus libros. Que estás en la cuerda floja. Que eres afortunado.
Piensa en tu bulbo raquídeo, en tus tripas, en que has de morir tarde o temprano, en lo perdido que estás. Localízate en un mapa, búscate en un cajón de la cocina, duerme esta noche en el parque, mendiga. Suspira. Suspira. Mete esta carta en un sobre y envíatela a ti mismo cada cumpleaños. Piensa en que has perdido las metáforas, en todas las ideas que olvidaste por no apuntar.

Y AHORA, MÍRAME A LOS OJOS.

Tienes que empezar a pagar por tus pecados

Hola Tristán.
¿Recuerdas aquella vez que fuiste en Madrid a la presentación de aquella película tan mala?
Yo si. Había mucha gente guapa, bien vestida, maquillada, como en un entierro, pero sonrientes, en el entierro de Hitler. Todo el mundo se conocía y tu solo conocías al amigo que te había invitado a asistir. Te presentaron a muchas personas y con todos fuiste encantador. Bueno, era normal ser encantador; en aquella época querías ser guionista de cine.
Antes de la proyección hubo unos pinchos, muy pequeños, servidos por camareros muy pequeños, al gusto de egos tan grandes, y tú casi no comiste, aunque llevabas casi sin comer nada desde el día anterior (esa vida bohemia que llevabas...). De hecho seguramente sobró mucha comida ya que todo el mundo comía tan poco como tú. Había que ser correcto y mientras una señora de abrigo de visón te hablaba de gilipolleces que no te interesaban lo más mínimo, y tú asentías, como un muñeco de esos de coche que mueven la cabeza con cada frenazo, sonriente, solo pensabas en comida, en esas bandejas, en cuántos pinchos llevabas comidos, y por el rabillo del ojo vigilabas al camarero.
Luego vino la película, el cine estaba abarrotado, habría unos 1000 invitados, y los primeros planos, que ya presagiaban que sería mala y pretenciosa.
Apareció en pantalla el actor protagonista, impecable, elegante, primerísimo primer plano, y todo el mundo aplaudió fervorosamente.
Luego la actriz protagonista, una tía guapa, interesante, marcando pezón, como quien no quiere la cosa y nuevamente hubo un estruendo de aplausos.
Estaban en una cafetería hablando, como preocupados. La camarera se acercó a los dos y dijo “¿queréis algo de desayunar?”, y ellos sin mirarla pidieron dos cafés. De pronto del fondo de la sala llegaron unos aplausos y unos vítores solitarios, ”¡guapa!”, gritó una voz de señora.
Alguien, espero por dios que no fuera el director, gritó “¡Un respeto señora¡”
La señora contestó contenta “¡Es que es mi niña!”
Y la voz dijo, más alto aún, como para hacer más daño “¡Pues apláudala en casa mientras le sirve un café y no nos de el coñazo!”
Y todo el mundo, los 1000 putos invitados, rieron la cruel graciosaza, y tú entre ellos, y la señora ya no contestó más.
¡Maldito hijo de puta!¡Un puto respeto a la señora!¡cretino de mierda!, podías haber gritado al gilipollas graciosillo. Podías haberte levantado e irte ofendido, podías haber aplaudido a la camarera, podías haber hecho muchas cosas y no las hiciste, ni tú ni nadie.
La mierda de película continuo, pero tu ya no la veías. Te imaginabas a la pobre señora avergonzada, junto a su estúpido marido, que seguramente la miraría con mirada recriminatoria y le clavaría satisfecho ese “no se te puede sacar de casa”. Te la imaginabas vestida con sus mejores prendas, las de la boda de su sobrino, poniéndoselas, contenta, resplandeciente, por la tarde, antes de la proyección, encantada de ser la madre de una actriz, sintiendo que esta partida se la había ganado a su bestial marido que tanto se había disgustado cuando su tesoro dijo que no quería estudiar peluquería sino arte dramático, siendo, por una vez en su vida, la vencedora indiscutible.
Y todo para que un maldito hijo de puta al que le deseo al muerte y 1000 hijos de puta más, tu el más hijo de puta, cobarde, se rieran a costa de ella, de sus sueños, de sus ilusiones, como diciéndole que ese no era sitio para una maruja, por ser la más sincera en su admiración de todos los que allí había.
Y la película acabó, y mientras todo el mundo salía del cine tú buscabas a la pobre señora para pedirle perdón, para abrazarla y decirle con lágrimas en los ojos “perdóname mamá”.
Pero no la encontraste.

Tienes que empezar a pagar tus pecados, pequeño Tristán, uno a uno, hasta que desaparezcas de la faz de la tierra.

St. James Park

St. James Park Las tumbonas que hay a lo largo y ancho del parque no son gratis. Tumbonas de rayas blancas y amarillas, que tienen aspecto de ser terriblemente cómodas. Cada cierto tiempo pasa un hombre con una especie de parquímetro colgando del cuello y cobra por el tiempo que vayas a usarla. Eso Jonás ya lo sabe. Lo que no sabe, y se pregunta, es si cuando no pagas viene un hombre con un gancho y te lleva como los coches mal aparcados o te pegan una multa en la cara.
Así pues su descanso vale menos, son cansados de segunda categoría y la gente de las tumbonas los miran con desprecio, como a vulgares peatones del sueño. Están sentados en un banco, al lado del lago.
La noche cae lentamente y el sol, aunque no se ve, se adivina rojizo, intenso, en el horizonte. Las farolas empiezan, tímidamente, a encenderse y apagarse, como si estuvieran indecisas o se acabaran de levantar de la cama y se restregaran los ojos entre bostezos. Entre los árboles hace rato que la noche ha llagado y los pájaros se despiden unos de otros hasta mañana. La gente pasea despreocupada, en silencio, satisfecha, como si vinieran de la playa, como en un camping en la costa lleno de ingleses y alemanes. Los patos son manchas más oscuras y los cisnes brillan con toda la luz que le han robado al día como faros en el lago. Huele a césped recién cortado y a tierra fresca. Algunas risas revolotean por encima de las cabezas de nuestros amigos, alegres mariposas de felicidad, y Jonás las sigue en sus locas acrobacias con la mirada. Es un espectáculo sobrecogedor, todo encaja durante unos minutos, todo es perfecto, una celebración de la humanidad, de la naturaleza y Jonás, sintiendo una alegría que hacía tiempo no sentía, aplaude y vitorea sonriente todo lo que lo rodea. Y la gente ni siquiera se extraña, ni siquiera lo miran como a un loco peligroso o un excéntrico, de perfecto y natural que parece todo.
Hay unos instantes sublimes en los que todos, y todo, parecen callarse, como si contemplaran un cometa ardiente a punto de estrellarse contra la tierra. Unos instantes, apenas unos segundos en los que no “pasa un ángel” sino que pasan todos los ángeles, camino de vuelta a casa, al paraíso, tras un duro día de trabajo, satisfechos de sembrar belleza.
Y finalmente cae la noche. Estalla la noche. Y Jonás se siente repentinamente cansado, un cansancio satisfactorio, el cansancio de después de hacer el amor, el cansancio que viene tras un potente orgasmo. Y cae la noche en los ojos de Jonás y sueña con mariposas, con vaginas, con labios rojos e hinchados como fruta fresca, pechos excitados y jadeantes, murmullo de hojas arrastradas por el viento, con una mujer, que ama y de la que no se acuerda, ni puede ver la cara, haciéndole, lentamente, arriba y abajo, como las olas del mar contra un acantilado, una profunda y húmeda mamada.