St. James Park
Las tumbonas que hay a lo largo y ancho del parque no son gratis. Tumbonas de rayas blancas y amarillas, que tienen aspecto de ser terriblemente cómodas. Cada cierto tiempo pasa un hombre con una especie de parquímetro colgando del cuello y cobra por el tiempo que vayas a usarla. Eso Jonás ya lo sabe. Lo que no sabe, y se pregunta, es si cuando no pagas viene un hombre con un gancho y te lleva como los coches mal aparcados o te pegan una multa en la cara.
Así pues su descanso vale menos, son cansados de segunda categoría y la gente de las tumbonas los miran con desprecio, como a vulgares peatones del sueño. Están sentados en un banco, al lado del lago.
La noche cae lentamente y el sol, aunque no se ve, se adivina rojizo, intenso, en el horizonte. Las farolas empiezan, tímidamente, a encenderse y apagarse, como si estuvieran indecisas o se acabaran de levantar de la cama y se restregaran los ojos entre bostezos. Entre los árboles hace rato que la noche ha llagado y los pájaros se despiden unos de otros hasta mañana. La gente pasea despreocupada, en silencio, satisfecha, como si vinieran de la playa, como en un camping en la costa lleno de ingleses y alemanes. Los patos son manchas más oscuras y los cisnes brillan con toda la luz que le han robado al día como faros en el lago. Huele a césped recién cortado y a tierra fresca. Algunas risas revolotean por encima de las cabezas de nuestros amigos, alegres mariposas de felicidad, y Jonás las sigue en sus locas acrobacias con la mirada. Es un espectáculo sobrecogedor, todo encaja durante unos minutos, todo es perfecto, una celebración de la humanidad, de la naturaleza y Jonás, sintiendo una alegría que hacía tiempo no sentía, aplaude y vitorea sonriente todo lo que lo rodea. Y la gente ni siquiera se extraña, ni siquiera lo miran como a un loco peligroso o un excéntrico, de perfecto y natural que parece todo.
Hay unos instantes sublimes en los que todos, y todo, parecen callarse, como si contemplaran un cometa ardiente a punto de estrellarse contra la tierra. Unos instantes, apenas unos segundos en los que no pasa un ángel sino que pasan todos los ángeles, camino de vuelta a casa, al paraíso, tras un duro día de trabajo, satisfechos de sembrar belleza.
Y finalmente cae la noche. Estalla la noche. Y Jonás se siente repentinamente cansado, un cansancio satisfactorio, el cansancio de después de hacer el amor, el cansancio que viene tras un potente orgasmo. Y cae la noche en los ojos de Jonás y sueña con mariposas, con vaginas, con labios rojos e hinchados como fruta fresca, pechos excitados y jadeantes, murmullo de hojas arrastradas por el viento, con una mujer, que ama y de la que no se acuerda, ni puede ver la cara, haciéndole, lentamente, arriba y abajo, como las olas del mar contra un acantilado, una profunda y húmeda mamada.
Así pues su descanso vale menos, son cansados de segunda categoría y la gente de las tumbonas los miran con desprecio, como a vulgares peatones del sueño. Están sentados en un banco, al lado del lago.
La noche cae lentamente y el sol, aunque no se ve, se adivina rojizo, intenso, en el horizonte. Las farolas empiezan, tímidamente, a encenderse y apagarse, como si estuvieran indecisas o se acabaran de levantar de la cama y se restregaran los ojos entre bostezos. Entre los árboles hace rato que la noche ha llagado y los pájaros se despiden unos de otros hasta mañana. La gente pasea despreocupada, en silencio, satisfecha, como si vinieran de la playa, como en un camping en la costa lleno de ingleses y alemanes. Los patos son manchas más oscuras y los cisnes brillan con toda la luz que le han robado al día como faros en el lago. Huele a césped recién cortado y a tierra fresca. Algunas risas revolotean por encima de las cabezas de nuestros amigos, alegres mariposas de felicidad, y Jonás las sigue en sus locas acrobacias con la mirada. Es un espectáculo sobrecogedor, todo encaja durante unos minutos, todo es perfecto, una celebración de la humanidad, de la naturaleza y Jonás, sintiendo una alegría que hacía tiempo no sentía, aplaude y vitorea sonriente todo lo que lo rodea. Y la gente ni siquiera se extraña, ni siquiera lo miran como a un loco peligroso o un excéntrico, de perfecto y natural que parece todo.
Hay unos instantes sublimes en los que todos, y todo, parecen callarse, como si contemplaran un cometa ardiente a punto de estrellarse contra la tierra. Unos instantes, apenas unos segundos en los que no pasa un ángel sino que pasan todos los ángeles, camino de vuelta a casa, al paraíso, tras un duro día de trabajo, satisfechos de sembrar belleza.
Y finalmente cae la noche. Estalla la noche. Y Jonás se siente repentinamente cansado, un cansancio satisfactorio, el cansancio de después de hacer el amor, el cansancio que viene tras un potente orgasmo. Y cae la noche en los ojos de Jonás y sueña con mariposas, con vaginas, con labios rojos e hinchados como fruta fresca, pechos excitados y jadeantes, murmullo de hojas arrastradas por el viento, con una mujer, que ama y de la que no se acuerda, ni puede ver la cara, haciéndole, lentamente, arriba y abajo, como las olas del mar contra un acantilado, una profunda y húmeda mamada.
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