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MUCHO DADÁ

IV y V

IV
La primera de las postales es una fotografía convertida en postal. La sitúo cronológicamente la primera porque podría perfectamente situarla la última, ya que es la única de las postales que no tiene fecha. En un principio la tendría, como todas, en el matasellos, pero a esta se le ha borrado con el tiempo. Quizás porque mi abuela la leyó mil veces, quizás porque fue la primera que recibió cuando ya daba por perdido a su marido, cuando esperaba no tener nunca más noticias de él y de tanto analizarla el roce de su dedo borró la parte superior derecha, aunque a mi me gusta pensar que se borró de tantas lágrimas de alegría que vertió mi abuela contemplándola. En fin, quién sabe.
Es una foto de familia, de una familia que no conozco. Pero es una foto defectuosa, sobreexpuesta. En blanco y negro. En ella se ve a una familia sentada alrededor de una gran mesa de comedor. No se trata de una familia numerosa como cabría pensar sería en esa época. Solo tiene, o solo salen, seis personas. En medio la gran mesa, debido a la sobre exposición, o por culpa de la blancura del mantel que la cubre que potencia el efecto del flash, solo se ve una gran mancha blanca que se extiende por el lado derecho hasta cubrir el cuerpo y la cara de lo que supongo es una niña, que queda de este modo convertida en una mancha blanca con perfil y pelo de niña, o de adulto enano. A la izquierda una señora gorda, sonriendo, y el que supongo será su marido, también sonriendo. En el centro una pareja de ancianos con aspecto de ser los abuelos y los dueños de la casa donde están, también estos sonriendo. A la derecha una señora de unos sesenta años, con el pelo blanco y que, extrañamente no sonríe, sino que reprocha, una cara que me mira desde el pasado y me odia por estar vivo. Al lado de esta señora, la niña fantasma, una mancha blanca con la larga cabellera recogida en un precioso lazo, un fantasma coqueto. Detrás de todos ellos dos puertas, una cerrada a la izquierda y una abierta a la derecha en la que se ve parte de una cocina, con un cazo al fuego e iluminada por la luz que entra por una ventana que no llegamos a ver y que nos recuerda que esa gente fue real, que esa gente existió, que a esa gente les dio el mismo sol que nos da a nosotros.
La ventana que no veo, la señora que me odia por estar vivo y la niña que está muerta. Esa niña que tengo la seguridad de que no llegó a ser adulta, de que una tuberculosis la marcó desde pequeña y la encerró en un sanatorio hasta que murió, como si esta foto fuera un mal augurio, una premonición blanca de los días blancos de sanatorio con sábanas blancas y paredes blancas que le esperaban.
La época no se sabe, es una foto en blanco y negro, pero supongo, por las ropas y peinados que llevan, que es una foto de principios de siglo.
El mensaje que mi abuelo escribió con letra histérica, con prisas, en el dorso, es tan extraño e inquietante como la foto: “alguien nos ha engañado, y os damos cuenta, y sonreímos, en ese justo instante, cuando la muerte pierde el respeto y nos tutea descarada”. La firma y nada más. Ni un te quiero, ni un perdón, ni una explicación.
¿Por qué esta foto de muerte? ¿Por qué esa frase de muerte? ¿Por qué eligió hablar de muerte para decirle a la mujer que amaba que seguía vivo? No lo sé ni nunca lo sabré, pero como veréis en sucesivas postales, más o menos todas siguen esta línea. Ninguna deja ver qué estaba haciendo o dónde estaba. Dejan ver, como esta, mucho más, su alma. Como si intentara resumir en un espacio mínimo su estado espiritual, como si hablara con su esposa un leguaje que únicamente ellos entendían, el lenguaje que tendrían que hablar entre si los enamorados para no estropear con minucias el mundo que han conquistado. Un leguaje mínimo y apretado, conciso, palabras que se ahogan e intentan expresar lo más intimo de su ser, un lenguaje enjaulado, que es jaula él mismo.
Personalmente no creo que la foto tenga nada que ver con mi abuelo, no creo que sea su familia, la parte amputada de mi familia, no creo que esos ancianos sean mis bisabuelos, como cabría pensar, no creo. Estoy seguro de que ni él mismo sabía quienes eran esas personas, seguramente la encontró tirada, o en el estudio de un amigo fotógrafo que la había desechado por la sobre exposición, y se dejó seducir por lo mismo que me seduce a mi, por lo mismo que seguramente sedujo a mi abuela, por ese olor a muerte, o, lo que es lo mismo, a recuerdos que nadie recuerda.

V
Oigo ladrar a los perros. Siempre es lo mismo. Primero empieza uno y luego le responden, uno a uno, todos los del pueblo hasta acabar discutiendo entre ellos. Parecen locos. No puedo evitar inquietarme en noches como estas. Noches que son nuevas para mí, un viejo tendero que hace 25 años que no ve las estrellas. Noches del luna llena en este pueblo de Galicia desde el que escribo, al que he venido a escribir todo lo que no he escrito y, de paso, para cumplir el sueño de vejez de mi esposa, que nació y vivió en este pueblo hasta que se casó conmigo y se vino conmigo a Madrid.
Es gracioso que me inquiete esta calma. Paro de escribir un segundo porque algo me llama. Me quedo en silencio y escucho atento. Por la ventana abierta llega un ligero sonido, me asusta, un ruido que no escuchaba desde que era joven, un ligero sonido que se va acercando hasta llegar a mí convertido en trueno, un ruido que es la ausencia de ruido, el silencio total, tanto de mi entorno como de mi cerebro. Explota.
Sonrío un poco nervioso, un sapo en el jardín rompe el momento. El tiempo se ha parado, durante este instante el reloj de la vida ha dejado de funcionar, el mundo se ha frenado en seco sobre su eje. Siento que todo este esfuerzo está mereciendo la pena.
Enciendo un cigarrillo y vuelvo a coger la postal de mi abuelo. Intento imaginarme qué sintió cuando escribió eso, cuando vio esa foto, cuando mandó, por fin, después de mucho tiempo, un mensaje de naufrago a su esposa que lo esperaba en tierra firme para decirle que nunca saldría de esa isla a la que el destino lo había llevado, que nunca regresaría al mundo de lo real.
Me digo que todo lo que imagine es real, que todo es real, que mi abuelo, al privarme de su presencia, me dio el más infinito de los recuerdos, un río caudaloso de recuerdos y de vidas que empieza en estas postales y desemboca en mi mente. Mi abuelo fue a la guerra...pues mi abuelo estuvo en todas las guerras que ha habido y estará en todas las que haya en el futuro, y siempre ganará....mi abuelo es muy rico...pues el mío era rey de un país de África y tenía cien mujeres para él, y a todas las decapitaba, mi abuelo violó a Gezzabel... mi abuelo era muy bueno y me quería mucho...pues mi abuelo era muy bueno y muy malo, como la realidad, y me quería mucho, tanto que se negó a morir, y lo tengo aquí a mi lado, susurrándome poemas al oído.
Acabo el cigarrillo y miro el resto de postales. Las extiendo una a una en la gran mesa de madera donde escribo, las intento encajar entre si, como un puzzle, quizás eso solucione el misterio, pero no encajan, no es tan simple, no es tan estúpido, me decepcionaría si así fuera. Mis ojos saltan de una a otra, desde las primeras, en blanco y negro, hasta las últimas, en color. De vez en cuando alguna me pica como una pulga y la cojo, y la aplasto con el dedo. De la primera a la última, un viaje de cincuenta años en diez segundos, de un vistazo, diez segundos para mis ojos, un universo para mi mente. De la primera, una decisión, a la última, un continuará, después, nada más. Dentro de cien años todos muertos.

2 comentarios

Marian -

Qué ideas... Postales del infierno para decirse siempre te quiero... Seguiremos con la historia, a ver que ocurre con el abuelo resucitado, solo y enamorado.

Rey Pecio -

Dulce manjar literario para desayunarme. Es usted un estivalero, que no festivalero, exquisitamente prolífico, que no prolijo. "Abrazoos".