Blogia
MUCHO DADÁ

VI y VII

VI

Mi padre creía que mi madre se estaba volviendo loca. Mi madre estaba a punto de empezar a creerlo también. Lo que mi padre creía era un viaje impulsivo para desconectar de tantas penas, a París igual que podría haber sido a Lisboa, empezó, ya desde el primer momento, a parecerle extraño. Mi madre lloraba a todas horas y a mi padre le parecía normal, no era eso, es común que la gente llore mucho cuando se le muere un ser querido. Era la obsesión que tenía por hablar del padre que no conoció, de hablar de la vida tan dura que habían tenido mi abuela y ella por su culpa, de que no pudo estudiar porque tenía que empezar a trabajar cuanto antes y en cuanto cumplió 10 años la pusieron de sirvienta en una casa, de mi abuela todo el día de rodillas, limpiando suelos, de que tubo que compartir la leche de su madre con la de otros bebés ricos, con madres de tetas secas y poco tiempo, a cambio de un poco de dinero, de las noches solitarias en las casa donde servía, en esas habitaciones minúsculas en el desván, con ese papel de las paredes, dios, ese papel que era siempre el mismo, un papel de florerillas, muy pequeñas y tristes, florecillas secas al lado de un nicho, en un cementerio, que ella odiaba, esas camas con colchones de trapos, llenos de bultos, cabeceros de metal, generalmente oxidados, la mesita de noche en la que ella guardaba una foto de su madre y de su padre juntos, la única foto que tenían, tomada en un parque, los dos jóvenes, besándose, sonriendo ante el seguro futuro que tenían por delante, antes de que él se fuera, antes de que las dejara tiradas, una foto en al que se besaban y que ella besaba y contemplaba todas la noches antes de dormirse soñando con el qué habría pasado si el mundo no fuera tan cruel, soñando que era una niña que jugaba, que estudiaba, que vestía ropas lindas, que su padre le contaba cuentos en la cama. Le hablaba también de su madre, siempre de buen humor la pobre, siempre sonriente la muy buenaza, siempre alegre, de rodillas pero feliz, de lo poco que la veía, únicamente cuando le dejaban un día libre en la casa donde servía y se iban juntas a pasear, alguna vez, las menos, al cine a ver películas de piratas, y de los pasteles tan ricos, deliciosos, ya no se encuentran ahora, que comían juntas, de lo mala que es la gente, de que en el pueblo comentaban que había matado a su marido y enterrado en el huerto, o que lo había echado de casa, que era extraño que él hubiera muerto en la guerra y que ella no vistiera de luto, siempre tan colorida en sus pobres ropas, en fin, mil habladurías malvadas. Le hablaba y no callaba, le hablaba a mi padre de cosas de las que nunca antes le había hablado, le contaba historias que hasta ese momento se había guardado para ella, como si algo hubiera reventado, como si hubiera saltado el tapón, como si se estuviera confesando, soltando lastre, como suponía que hablaba un condenado a muerte el día antes de su ejecución. Y esto le preocupaba.
Y una vez llegaran a París ningún interés por ver nada, ningún plan, ninguna ruta turística, ninguna guía, únicamente un plano demasiado grande, demasiado amplio, en el que salía hasta la barrida más pobre y carente de importancia para los turistas, y que ella ,cuando no hablaba, observaba con maniático precisión, como si estuviera viendo algo que hacía años que no veía, sobre todo una parte del mapa, al norte de Paris que ella señalaba con el dedo y susurraba cosas que mi padre no podía oír y que luego se negaba a repetir..
Por aquel no estaba al alcance de todos los bolsillos el viajar en avión, y mis padres no eran la excepción, menos aun después de los terribles gastos que habían ocasionado el funeral y toda la parafernalia mortuoria. De tal manera que decidieron ir en autobús. Así que una mañana montaron en un viejo autobús Alsa en Oviedo y llegaron 34 infinitas horas después. Agotados, exhaustos, mi padre de escuchar el monólogo interior de mi madre y mi madre de escuchar todos sus temores, todos sus recuerdos, de frenar sus impulsos, de frenar sus ilusiones.

VII

Una mañana preciosa. Nada más salir del hotel piensa que es una mañana preciosa, mucho más preciosa que cualquier mañana en España. Entra en la cafetería que está en la acera de enfrente. Se pide un café solo, aunque, realmente, a pesar de no haber dormido en toda la noche, no tiene nada de sueño y un croasan, aunque tampoco tiene hambre. Se sienta en una mesa al lado de la gran cristalera desde donde puede observar a todos los peatones. Contempla.
Al camarero que sirve en la terraza de la cafetería, que anda de un modo extraño, sigiloso, de puntillas, complicando aun más el servir entre las mesas con la bandeja en equilibrio, con fanático tic de malabarista. A una señora metida dentro de un inmenso abrigo de visón, a pesar de que la temperatura es primaveral, y que tiene atados a la pata de la mesa a dos perritos. Dos perritos que esperan pacientemente a que su dueña acabe de perder el tiempo, tumbados en el suelo con los ojos entrecerrados. A una niña con un globo y que parece no saber que hacer con él, o darse cuenta de lo estúpido de ese juguete y que, una vez pasada la magia del primer momento, mira al cielo mientras lo sujeta preguntándose seguramente que si lo soltara a dónde iría. A un vagabundo que tiene escrito en un cartel “no quiero su dinero, denme sus cerraduras”, un vagabundo joven que lee un libro sentado en el suelo, indiferente a la gente que pasa. A una paloma empeñada en romperse el cuello o en que la pisen o en que la atropellen, en una búsqueda desesperada de migas que solo ella puede ver. Un gran coche negro que en vez de motor parece tener una bomba por el ruido que hace, tac, tac, tac, y por la velocidad a la que pasa, como si quisiera alejarse de las calles para explotar en paz, y que lleva delante, a los dos lados, unas banderillas que ondean orgullosas, rojas, con un aspa negra en medio. Por alguna razón, le resultan familiares, como si las hubiera visto en algún sueño, Y mil cosas más que le hacen arrepentirse de no haber sacado la libreta donde escribe.
El sol asoma, ya definitivamente, impetuoso, por encima de los edificios. Un rayo le da directamente en la cara, un golpe de luz al que él responde sonriendo y saludando amablemente. Estrechándole la mano.
Piensa en su mujer, que duerme en el hotel. Le parece escuchar su respiración pausada, oler el aroma de una habitación cerrada donde se ha hecho el amor toda la noche. Ve su vestido colgado de la percha del armario, frágil e indefenso, sus zapatos de charol a los pies de la cama, con los calcetines blancos, como de bebé, dentro. Es una flor, piensa, es la más frágil de las flores. Pero su sonrisa se congela cuando recuerda que de pequeño, cuando caminaba solitario por su pueblo, rompía todas las flores que encontraba a golpes, con un palo. Y tiene miedo de hacerle daño. Se imagina el futuro y ve rosales rotos a palazos, pétalos pisados, ortigas creciendo entre las margaritas, un invierno que nunca acaba. Está a punto de gritar, pero se contiene. Se levanta mareado, siente vértigo, y se dirige al baño donde se refresca la cara con agua. Son tonterías, estupideces, debe ser que estoy más cansado de lo que creía, tengo que irme a dormir cuanto antes, se dice, para calmarse, delante del espejo.
Sale de la cafetería a grandes zancadas, casi corriendo, deseando llegar cuanto antes junto a su amada. Cuando llega ella aun está durmiendo. Se desviste a oscuras y se acuesta. Le da un beso en la mejilla.
La habitación está tan oscura que ni él mismo se da cuenta de que no puede dormir porque tiene los ojos abiertos.

1 comentario

Marian -

Qué fuerte, cuando alguna vez fumaba marihuana me pasaba algo parecido... Me acostaba en la cama y pensaba que, si me dormía, perfectamente podía coger un hacha y esparcir los sesos de la persona que dormía a mi lado, la persona amada. Entonces no quería dormir para evitar que esto pasara y me obsesionaba con esta absurda idea... ¿o no tan absurda? ¿será que encerramos todos un psycokiller en nuestra mente que intentamos expulsar a través de la literatura?