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MUCHO DADÁ

Ayer, hoy, ahora, al gato no le importan

Ayer, al llegar a casa por al noche, lo escuché. Desesperado. Al principio pensé que era un bebé llorando. Luego reconocí en esos gritos a un gato que sufría. Me asomé al balcón. Miento, primero busqué a mi gato por toda la casa temeroso de que se hubiera caído por la ventana y esos maullidos fueran de él, que me llamaba, destripado, desde la calle. Cuando comprobé que dormía placidamente en el sofá, como ya he dicho, me asomé al balcón. La calle desierta, ni un alma, esa calle de Madrid en agosto a las tres de la madrugada, como detenida en el tiempo y que siempre, extrañamente, me recuerda a calles que nunca he visto de un pequeño pueblo de Castilla, un pueblo en el únicamente suenan los grillos haciendo el amor frenéticamente, un pueblo que sufre gigantismo y que sin querer, por una enfermedad se ha convertido en lo que es hoy Madrid. El gato maullando, en la calle, en algún sitio que no podía ver pero que sonaba en todos a la vez, como si fueran las bocas de los balcones las que gritaran. Para dormir he tenido que cerrar, a pesar del calor, la ventanas para no pensar, más de lo que ya comúnmente hago, en la muerte.

Hoy por la mañana, al salir de casa en dirección a ningún sitio en concreto, quizás esperando encontrar algo que aun no sabía pero que me atraía, como hace todo el mundo los días, como hoy, de fiesta, he visto a un montón de gente al rededor de un coche con el capot levantado. No había, como podréis suponer, dormido muy bien, en parte por el calor y en parte por los alaridos del pobre animal, o del espíritu del animal, ya que no había logrado verlo, y, en un primer momento, me pareció que el coche maullaba y que por eso la gente lo rodeaba, sorprendida. Pero no, por supuesto, el que maullaba, según pude adivinar por la información pertinente y no pedida que me dio una vecina, era un gato que se había , dios sabe cómo, metido en el motor del coche, por alguna oscura rendija, y que ahora no podía salir. Estaban intentando levantar el coche con un gato para sacar al gato, valga el chiste fácil y cruel. Varias personas estaban metiendo las manos por todas las rendijas del motor. Pero nadie conseguía sacarlo. El dueño del coche hablaba por teléfono con los bomberos y les gritaba que tenían que sacar al gato de ahí, que él no podía ni quería arrancar el motor y, seguramente, descuartizar, o achicharrar, al pobre animal. Parecía desesperado por la negativa de los bomberos a atender esa llamada de auxilio, y supongo también que por haberle dejado en sus manos esa responsabilidad que, si uno lo piensa bien, es enorme e igual de ridícula que tremendamente cruel. Gritaba que tenía que ir a trabajar y que necesitaba el coche, que si no hacían algo los iba a denunciar. Dejo de gritar cuando, según dijo, casi al borde de las lágrimas, le colgaron el teléfono. Todos los allí congregados nos indignamos, aunque nadie se atrevió a reconocer que, en el fondo, era porque desde la infancia nos habíamos hecho la idea de un bombero como un buen hombre que estaba dispuesto a subirse a una escalera para bajar a un asustado gatito de un poste eléctrico y no como un hombre que arriesga su vida por cosas más prácticas e importantes y que, a cambio, recibe un salario. Yo, como todo buen español que se precie, siempre con esa sensación que todos, sobre todo los hombres, tenemos de que “lo están haciendo mal” y de que yo, y solo yo, “tengo la solución” me acerqué al motor y metí mi brazo por una ranura para llegar a donde suponía se hallaría el gato. Toqué algo peludo, exclamé” ¡ya lo tengo!” y lo agarré y tiré fuerte hasta que un hombre que se hallaba a mi lado, ejecutando el mismo tanteo que yo, soltó un grito y me dijo enfurecido que dejara de tirarle de los pelos de la mano. Todo el mundo se rió y yo pedí disculpas, avergonzado. El humor no hace sino dar un matiz de designio, de irrevocable, a la tragedia, y, tras este error, todos aprovecharon para sacar sus manos y suspirar, con una extraña sonrisa, diciendo que no había nada que hacer. Al gato mi fallo no le hizo nada de gracia y siguió maullando, entendí que ahora me llamaba a mí. Solo a mí. Me adentré de nuevo en el mundo subterráneo donde estaba encerrado al animal, pero ahora, aprovechando que ya habían conseguido levantar un poco el coche, intentándolo desde abajo, sin importarme lo más mínimo, tirarme en el suelo y mancharme. Y desde abajo lo vi, por una rendija, pequeño, sucio, con los ojos llenos de horror, no tendría más de cuatro meses. Parecía increíble que hubiera podido meterse ahí. Intenté hallar un camino hasta él. Habría la boca, maullaba, pedía socorro, me miraba a los ojos. Por fin, finalmente lo agarré. Pero de nada servía porque, si bien mi mano a duras penas entraba, por supuesto, con el puño cerrado y con un gato agarrado, no salía. Pero tiré, tiré demasiado y el gato gritó con más dolor, aun si cabe, que antes. Y hubiera seguido tirando, desesperado, hasta matarlo, hasta romperle todos los huesos y, de paso, los de mi mano, si no hubiera recordado la trampa para monos que me había descrito mi padre alguna vez y que consistía en meter comida en un coco atado a una cuerda, de tal manera que el mono metía la mano extendida sin dificultad pero que una vez cerrada con su botín dentro no podía sacar. Los monos, antes que soltar la comida, se desesperan, luchan, llegan incluso a mutilarse, no comprendan como algo que ha entrado no puede salir. Y yo no soy un mono y el gato no era comida y el coche no era un coco. Lo solté. Lo miré, sus ojos tristes me miraron, esta vez no gritó. Salí de debajo del coche cubierto de grasa y sangrando por la mano. Dije que, en mi opinión, no había nada que hacer. El dueño del coche me miró espantado y me dio, de todas maneras, las gracias. Dijo que él no se rendía. Me fui, me pasé todo el día dando vueltas y no volví a casa hasta por la noche.

Ahora mismo mientras escribo esto, lo escucho maullar. Nadie ha podido hacer nada, yo el primero, nadie se ha atrevido matarlo, el dueño del coche supongo que ha llegado tarde, muy tarde, al trabajo. Han preferido dejar al destino seguir su camino. Nadie ha querido juzgar, seguramente por miedo a ser, a su vez, juzgados, por un dios tan cobarde como lo somos nosotros para los gatos. Dentro de uno o dos días, espero que no más, morirá de hambre y entonces podrán sacarlo de algún modo. Sus maullidos son más débiles, únicamente, de vez en cuando, parece recuperar fuerzas, que emplea, sin duda, para insultarnos.

6 comentarios

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¿Es una historia verdadera? A nosotros nos pasó algo parecido con un conejo. Había un conejo en una galería abandonada de enfrente del piso de mi novio, pero no teníamos modo de llegar hasta allí. No sabemos cómo llegó él, pero le tirábamos pan mojado para que no se deshidratase. Un día dejamos de verlo. Aún no sabemos si sigue allí, oculto y muerto, o si consiguió liberarse de su encierro.

Rabino -

Muy bueno.