Sacrificios cotidianos
Soy yo el que mira. Sí. Soy yo el que está pensando en volcanes en islas desconocidas a los que los indígenas hacen sacrificios humanos para apaciguar su sed de sangre. Soy yo el que pregunta a su madre, que llora sobre el hombro de su tío, que dónde están las tijeras y el pegamento Y soy yo el que coge la cartulina y dibuja sobre ella con lápiz lo que serán las piezas que una vez recortadas y pegadas entre si con esmero darán forma a su pagana isla de lavas y temores. Recuerdo poco. Tenía 8 años y, además, de este día, solo han quedado en mi memoria sensaciones. Cómo si hubiera sido un animal salvaje, como si hubiera ocurrido en otra vida, en un sueño, como si hubiera estado loco.
Es mi madre la que, como ya he dicho, llora, es mi madre la que sufre, delante de la cual las visitas ponen cara de pena, de circunstancia . La que tiene que decir gracias en respuesta a esas frases espantosas de no somos nada, al menos tuvo una buena vida, siempre fue un buen hombre, siempre se van los mejores. Es mi madre. Pero no puede ser mi madre. No. Porque mi madre es siempre feliz, porque mi madre no tiene preocupaciones y porque alguien que cocina tan bien y me da un beso antes de dormir todas las noches no se merece sufrir. Si mi madre sufre qué me queda a mí, si mi madre llora por qué razón no he de llorar yo, si no tiene todas las respuestas cuándo sabré si me miente o me dice la verdad. Es mi madre ésta a la que abrazo y cuya piel noto fría, con una fina capa de sudor frío, es mi madre la que me mira con ojos extraños, como de cera, de plástico, de cristal, ojos de los animales disecados que el abuelo tiene en el despacho, animales disecados que parecen sonreír al ver que el hombre que los mató se está muriendo.
Es la casa la que no parece mi casa, la que no huele como mi casa. Con todos esos hombres y mujeres a los que nunca antes había visto y que me pellizcan los mofletes cada dos por tres y me ven construyendo mi volcán en la gran mesa familiar y dicen quién pudiera ser niño, son tan felices, tan desconectados de todo, sonriendo mientras se beben el anís que bebía mi abuelo en pequeños vasos, a pequeños sorbos, con boquitas pequeñas, con conciencias pequeñas, los que se están bebiendo a mi abuelo, los que han venido para llevárselo porque a nadie en mi familia, en mi tribu, a no ser yo, se le ha ocurrido hacer un sacrificio al volcán, quizás porque no hay volcanes en Asturias, quizás porque no creen en esas cosas, porque no quieren matar a un ser humano. Pero soy yo el que se ha dado cuenta que puede hacer un volcán, el que se ha dado cuenta de que los sacrificios humanos son para apaciguar a grandes volcanes, y que para volcanes pequeños, como el que yo estoy haciendo, para dioses pequeños como al que yo rezo, basta con animales pequeños, quizás mi hámster, al que nunca quise, quizás un gato de los cientos que andan, vagabundos, por el pueblo. Es mi casa, la que ahora tiene otro ambiente, la que ahora parece muerta en lugar de mi abuelo, o adelantándose a su dueño, con sus cuadros de otros muertos anteriores llorando en las paredes.
Es mi padre el que no llora, ni habla, ni hace otra cosa que dar y recibir palmaditas en la espalda, el que está tieso en una esquina, vestido de traje negro, muy serio, el que parece más viejo. El que esta vez no se acerca, como siempre, a ver qué está haciendo su hijo pequeño, al que él ve tan imaginativo. Es mi padre el que ama a la mujer a la que se le muere su padre. El que hace años que perdió a su padre y, según dice, no sintió demasiada pena, pues era un hombre muy malo y cojo, aunque yo sé que miente.
Y yo sigo con mi volcán, que ya está casi acabado, y no me meto en las cosas de los mayores, no intervengo en las extrañas fiestas que hacen cuando muere alguien querido, no les pregunto que qué coño hacen en mi casa, molestando a mi madre que lo que querrá es estar los últimos minutos a solas con su padre, aunque no abra los ojos y parezca ya muerto, y no dando abrazos a los vecinos del pueblo que nunca le han importado.
Termino el volcán y sonrió satisfecho hasta que noto la mirada de unos cuantos mayores mirándome con severidad por poner un gesto prohibido. El volcán ocupa casi toda la isla. He arrugado el cono de cartulina con el que lo he hecho para que no sea tan regular, he pintado sus bordes con un rotulador rojo y la lava ya se vierte por toda la isla, he puesto en su cráter papel higiénico, pintado también de rojo, y resulta realmente amenazante. Todo está listo para el sacrificio, el pequeño dios está hambriento y yo, insignificante mortal, he de alimentarlo para que no se lleve a mi abuelo.
Soy yo el que se dirige a la cocina con el volcán bajo el brazo y coge un cuchillo de un cajón sin ser visto por los adultos abstraídos en la tristeza y en los recuerdos. Soy el que se dirige a su habitación por los largos pasillos de la casa antigua, pasillos con suelos de madera que se quejan más de lo habitual bajo mis pies, pasillos con más manchas de humedad de lo habitual en las paredes, manchas amenazantes, como orgánicas, vivas, que me miran al pasar. Soy yo el que entra en su habitación y pone el volcán encima de la cama, el que saca a su hámster de la jaula y lo pone en la mesilla de noche. El que piensa que todo el hámster no cabe en el cráter y decide que lo mejor será cortarle la cabeza y tirarla a las llamas dejando el resto del cadáver a los pies del volcán. El que dice, si hasta te hago un favor, te libro de esa rueda infinita en la que corres día y noche, sin llegar nunca a ningún sitio, que, estoy seguro, se debe parecer al infierno.
Luego vuelvo al salón con todos esos fantasmas. Me parecen idiotas, no saben que mi abuelo vivirá. Busco a mi madre para decirle que no llore más, pero no la encuentro, mi padre tampoco está. Mi tío me dice que ha ido a la habitación de mi abuelo.
Es la habitación de mi abuelo la que está llena de rezos y palabras que no comprendo que hacen irrespirable el aire, de murmullos como pájaros de mal agüero. Es en la habitación donde está mi madre, rezando a su vez, por primera vez en su vida, creo recordar. Es en la habitación donde la luz es más amarilla, donde las mismas bombillas que en el resto de la casa alumbran bien, se cansan, parpadean, como si fueran viejas lámparas de petróleo, como si lo que se muriera fuera la luz. Es la habitación la que está fuera del tiempo, en la que hay una escena que, por imposible que sea, me parece haber vivido mil veces antes. La que huele a pis y a sudor, a cera, a iglesia. Esa habitación donde tantas veces he dormido con mis abuelos y que ahora está llena de rosarios. Donde mi abuelo es el actor principal de la obra que representa sin ser consciente de nada.
Mi madre me ve, por primera vez en todo el día se fija de verdad en mí, y me acerca cariñosa a ella, me sienta en sus piernas y me dice que le diga adiós al abuelo, que aunque parezca dormido no lo está, que ella está segura de que lo escucha todo, que le de un beso. Le digo que no, que el abuelo se recuperará, que ya he hecho un sacrificio a Dios para que no se lo lleve a él, que aun tendré oportunidad de darle un millón de besos, de dormir mil veces con él en la cama, que se vaya toda esa gente extraña, que dejen de rezar, que no lo asusten, que prepare algo de comer para cuando despierte, que estará hambriento y de buen humor y que seguro que disfrutará de una de esas tortillas francesas con jamón york que siempre cena y de un vasito de vino tinto. Mi madre me mira sin comprender y sonríe, y me da un beso en la cabeza y me susurra que es normal que esté asustado, que no hace falta que le diga nada, que él sabe que lo quiero mucho y que lo voy a recordar siempre. Intento explicarme, pero no puedo. Algo cambia en el ambiente, una vibración recorre mi cuerpo, y todos miramos al abuelo. Se hace el silencio y paran los rezos, y las respiraciones, y los corazones, hasta se paran los pensamientos, un silencio que de tan intenso es más que silencio. El abuelo abre los ojos y mira hacia arriba apretando el entrecejo, parece que quiere decir algo pero no puede, luego me mira a mí. Me quedo de piedra, me pierdo en sus ojos que son negros aunque el siempre los tuviera azules, me sonríe.
Y emite un sonido gutural, como de agua, de lava, como el que emitiría mi pequeño volcán si fuera de verdad.
Luego mira a otro lado, suspira y cierra los ojos. Ya se ha ido, me dice en voz baja mi madre al oído, ha querido verte antes de irse, para viajar con algo bonito en la memoria. La luz, de pronto, vuelve alumbrar bien, el aire vuelve a ser respirable, incluso más de lo común, como si en vez de ser de noche fuera por la mañana, una bella mañana al despertarte, con los rallos de sol entrando por la ventana, una mañana soleada después de una noche de tormenta.
Por último. Es mi familia la que organiza el entierro, la que recibe en casa muchísima más gente al día siguiente, la que da mil veces la mano, la que suspira un millón de veces, la que despide en el cementerio a mi abuelo. Es a mi familia a la que intento explicar mi salvamento fallido, mi sacrificio derrochado. y es ella también la que, a día de hoy, todavía me asegura que yo nunca he tenido un hámster.
Es mi madre la que, como ya he dicho, llora, es mi madre la que sufre, delante de la cual las visitas ponen cara de pena, de circunstancia . La que tiene que decir gracias en respuesta a esas frases espantosas de no somos nada, al menos tuvo una buena vida, siempre fue un buen hombre, siempre se van los mejores. Es mi madre. Pero no puede ser mi madre. No. Porque mi madre es siempre feliz, porque mi madre no tiene preocupaciones y porque alguien que cocina tan bien y me da un beso antes de dormir todas las noches no se merece sufrir. Si mi madre sufre qué me queda a mí, si mi madre llora por qué razón no he de llorar yo, si no tiene todas las respuestas cuándo sabré si me miente o me dice la verdad. Es mi madre ésta a la que abrazo y cuya piel noto fría, con una fina capa de sudor frío, es mi madre la que me mira con ojos extraños, como de cera, de plástico, de cristal, ojos de los animales disecados que el abuelo tiene en el despacho, animales disecados que parecen sonreír al ver que el hombre que los mató se está muriendo.
Es la casa la que no parece mi casa, la que no huele como mi casa. Con todos esos hombres y mujeres a los que nunca antes había visto y que me pellizcan los mofletes cada dos por tres y me ven construyendo mi volcán en la gran mesa familiar y dicen quién pudiera ser niño, son tan felices, tan desconectados de todo, sonriendo mientras se beben el anís que bebía mi abuelo en pequeños vasos, a pequeños sorbos, con boquitas pequeñas, con conciencias pequeñas, los que se están bebiendo a mi abuelo, los que han venido para llevárselo porque a nadie en mi familia, en mi tribu, a no ser yo, se le ha ocurrido hacer un sacrificio al volcán, quizás porque no hay volcanes en Asturias, quizás porque no creen en esas cosas, porque no quieren matar a un ser humano. Pero soy yo el que se ha dado cuenta que puede hacer un volcán, el que se ha dado cuenta de que los sacrificios humanos son para apaciguar a grandes volcanes, y que para volcanes pequeños, como el que yo estoy haciendo, para dioses pequeños como al que yo rezo, basta con animales pequeños, quizás mi hámster, al que nunca quise, quizás un gato de los cientos que andan, vagabundos, por el pueblo. Es mi casa, la que ahora tiene otro ambiente, la que ahora parece muerta en lugar de mi abuelo, o adelantándose a su dueño, con sus cuadros de otros muertos anteriores llorando en las paredes.
Es mi padre el que no llora, ni habla, ni hace otra cosa que dar y recibir palmaditas en la espalda, el que está tieso en una esquina, vestido de traje negro, muy serio, el que parece más viejo. El que esta vez no se acerca, como siempre, a ver qué está haciendo su hijo pequeño, al que él ve tan imaginativo. Es mi padre el que ama a la mujer a la que se le muere su padre. El que hace años que perdió a su padre y, según dice, no sintió demasiada pena, pues era un hombre muy malo y cojo, aunque yo sé que miente.
Y yo sigo con mi volcán, que ya está casi acabado, y no me meto en las cosas de los mayores, no intervengo en las extrañas fiestas que hacen cuando muere alguien querido, no les pregunto que qué coño hacen en mi casa, molestando a mi madre que lo que querrá es estar los últimos minutos a solas con su padre, aunque no abra los ojos y parezca ya muerto, y no dando abrazos a los vecinos del pueblo que nunca le han importado.
Termino el volcán y sonrió satisfecho hasta que noto la mirada de unos cuantos mayores mirándome con severidad por poner un gesto prohibido. El volcán ocupa casi toda la isla. He arrugado el cono de cartulina con el que lo he hecho para que no sea tan regular, he pintado sus bordes con un rotulador rojo y la lava ya se vierte por toda la isla, he puesto en su cráter papel higiénico, pintado también de rojo, y resulta realmente amenazante. Todo está listo para el sacrificio, el pequeño dios está hambriento y yo, insignificante mortal, he de alimentarlo para que no se lleve a mi abuelo.
Soy yo el que se dirige a la cocina con el volcán bajo el brazo y coge un cuchillo de un cajón sin ser visto por los adultos abstraídos en la tristeza y en los recuerdos. Soy el que se dirige a su habitación por los largos pasillos de la casa antigua, pasillos con suelos de madera que se quejan más de lo habitual bajo mis pies, pasillos con más manchas de humedad de lo habitual en las paredes, manchas amenazantes, como orgánicas, vivas, que me miran al pasar. Soy yo el que entra en su habitación y pone el volcán encima de la cama, el que saca a su hámster de la jaula y lo pone en la mesilla de noche. El que piensa que todo el hámster no cabe en el cráter y decide que lo mejor será cortarle la cabeza y tirarla a las llamas dejando el resto del cadáver a los pies del volcán. El que dice, si hasta te hago un favor, te libro de esa rueda infinita en la que corres día y noche, sin llegar nunca a ningún sitio, que, estoy seguro, se debe parecer al infierno.
Luego vuelvo al salón con todos esos fantasmas. Me parecen idiotas, no saben que mi abuelo vivirá. Busco a mi madre para decirle que no llore más, pero no la encuentro, mi padre tampoco está. Mi tío me dice que ha ido a la habitación de mi abuelo.
Es la habitación de mi abuelo la que está llena de rezos y palabras que no comprendo que hacen irrespirable el aire, de murmullos como pájaros de mal agüero. Es en la habitación donde está mi madre, rezando a su vez, por primera vez en su vida, creo recordar. Es en la habitación donde la luz es más amarilla, donde las mismas bombillas que en el resto de la casa alumbran bien, se cansan, parpadean, como si fueran viejas lámparas de petróleo, como si lo que se muriera fuera la luz. Es la habitación la que está fuera del tiempo, en la que hay una escena que, por imposible que sea, me parece haber vivido mil veces antes. La que huele a pis y a sudor, a cera, a iglesia. Esa habitación donde tantas veces he dormido con mis abuelos y que ahora está llena de rosarios. Donde mi abuelo es el actor principal de la obra que representa sin ser consciente de nada.
Mi madre me ve, por primera vez en todo el día se fija de verdad en mí, y me acerca cariñosa a ella, me sienta en sus piernas y me dice que le diga adiós al abuelo, que aunque parezca dormido no lo está, que ella está segura de que lo escucha todo, que le de un beso. Le digo que no, que el abuelo se recuperará, que ya he hecho un sacrificio a Dios para que no se lo lleve a él, que aun tendré oportunidad de darle un millón de besos, de dormir mil veces con él en la cama, que se vaya toda esa gente extraña, que dejen de rezar, que no lo asusten, que prepare algo de comer para cuando despierte, que estará hambriento y de buen humor y que seguro que disfrutará de una de esas tortillas francesas con jamón york que siempre cena y de un vasito de vino tinto. Mi madre me mira sin comprender y sonríe, y me da un beso en la cabeza y me susurra que es normal que esté asustado, que no hace falta que le diga nada, que él sabe que lo quiero mucho y que lo voy a recordar siempre. Intento explicarme, pero no puedo. Algo cambia en el ambiente, una vibración recorre mi cuerpo, y todos miramos al abuelo. Se hace el silencio y paran los rezos, y las respiraciones, y los corazones, hasta se paran los pensamientos, un silencio que de tan intenso es más que silencio. El abuelo abre los ojos y mira hacia arriba apretando el entrecejo, parece que quiere decir algo pero no puede, luego me mira a mí. Me quedo de piedra, me pierdo en sus ojos que son negros aunque el siempre los tuviera azules, me sonríe.
Y emite un sonido gutural, como de agua, de lava, como el que emitiría mi pequeño volcán si fuera de verdad.
Luego mira a otro lado, suspira y cierra los ojos. Ya se ha ido, me dice en voz baja mi madre al oído, ha querido verte antes de irse, para viajar con algo bonito en la memoria. La luz, de pronto, vuelve alumbrar bien, el aire vuelve a ser respirable, incluso más de lo común, como si en vez de ser de noche fuera por la mañana, una bella mañana al despertarte, con los rallos de sol entrando por la ventana, una mañana soleada después de una noche de tormenta.
Por último. Es mi familia la que organiza el entierro, la que recibe en casa muchísima más gente al día siguiente, la que da mil veces la mano, la que suspira un millón de veces, la que despide en el cementerio a mi abuelo. Es a mi familia a la que intento explicar mi salvamento fallido, mi sacrificio derrochado. y es ella también la que, a día de hoy, todavía me asegura que yo nunca he tenido un hámster.
9 comentarios
Marian -
monitor -
(En realidad sí que tuve abuelo, pero como un día montó en cólera al acariciarle yo la cara decidí degradarlo a la categoría de pieza sacrificial inútil)
odyseo -
Tristán Fagot -
Stromboli: No,soy prusiano hasta la médula ¿Por qué?
stromboli -
Mr. Manatí -
Tristán Fagot -
Tristan Fagot -
Los cullillos siempre me han dado mucho miedo...
antwad -